Hay personas a las que enfrentarse conscientemente a su lenguaje les parece un sacrilegio, una impostura demasiado grande, lo que ellos entienden como "falsear la realidad". Para tales personas el lenguaje tiene una existencia casi material, independiente de aquellos que lo usan, es como un animal que debe ser protegido y al que se debe dejar volar libremente.
Y desde cierto punto de vista tienen razón: la lengua está viva.
Ello no quiere decir que debamos permitir que nos moldee a su antojo como un niño caprichoso, ni que el mundo deba adaptarse a ella, a toda su carga acumulada de tradición, de prejuicios, de errores. La lengua refleja la sociedad. ¿La refleja o la forma? Digamos que la lengua trabaja en ambas direcciones: es producto de todos los conceptos, sueños, temores, anhelos, prejuicios, que circulan entre y a través de nosotros, emanando de nosotros; pero, a la vez, conforma esos mismos sueños, esa misma "mente social". Podemos deducir el carácter o la ideología de una persona de las palabras que utiliza para hablar del mundo más que de las ideas que dice profesar. Todos nos hemos percatado en ocasiones de la incoherencia sorprendente de algún conocido entre su lenguaje y su teoría.
Por eso, el que pretenda cambiar algo, sea una persona, sea una sociedad o grupo, sea una cultura entera, ha de enfrentarse antes que nada a la lengua. Hay una contradicción entre buscar un cambio, progresar en un sentido u otro, y aceptar las imposiciones de la lengua con toda su carga. Si precisamente la lengua refleja aquello que queremos cambiar, ¿por qué aceptarla sin enjuiciarla primero? Hasta los niños se dan cuenta de que nuestros insultos son cuando menos chocantes, si pensamos en ciertos temas. De que, a veces, no se sabe si insultamos a los homosexuales al llamar "maricón" a alguien malvado o inmoral, aunque parece que queremos insultar a ese mismo individuo. Y así ocurre con muchas palabras, normalmente de un modo mucho más sutil que este ejemplo vulgar y evidente. ¿Por qué una mujer negra no es "una mujer guapa" o incluso "una mujer negra guapa" sino "una negrita guapa"? ¿Por qué un hombre bajo (como cierto político recientemente) al que se quiere insultar es un "enano"?. Son innumerables los casos en que la lengua nos domina y nosotros no controlamos las connotaciones que "no queremos decir" pero decimos. No somos nosotros los que hablamos: es la lengua.
Un análisis profundo de la mayoría de los mensajes emitidos por una persona revelarían estos mecanismos con los que la lengua disfraza toda su complejidad. Es el producto de la historia y aunque, en teoría, hayan pasado a la historia, muchas visiones de ese mundo injusto que ha cambiado y queremos seguir cambiando, perviven en la lengua que usamos cada día, como restos enraizados de plantas escondidas.
Hay que cambiar la lengua si queremos cambiar la realidad. Y la lengua cambia día a día sin que nos demos cuenta, así que nadie debe poner el grito en el cielo porque esto ocurra, es sólo un signo de su vitalidad. Hacer que la lengua cambie en una u otra dirección es una tarea de todos. Y en ese "todos" están incluidos todos los que la usan, todos los que pertenecen a nuestra sociedad; también los que tradicionalmente han vivido apartados de ella, como si no existieran más que al margen, como si no tuvieran voz y no usaran esa lengua que es tan suya como de las personas que por tener casi todo en común con el resto se consideran "normales". La lengua se cambia usándola para hablar, y el hecho de que estas personas, marginadas hasta ahora, la estén usando, es el más claro síntoma de que la lengua está cambiando, y la mejor forma de hacerlo. Usar nuestra voz es cambiar la lengua. La lengua de TODOS.